En la infancia, siempre con la esencia de la magia, la existencia de las hadas o duendes, los juegos que siempre terminaban en risas, o alguien diciendo "no se vale" y volvía a empezar. Momentos de pura felicidad con mi familia unida, tardes paseando con mis hermanos y amigos que afloraban en aquel pueblo. Días que pasaban de celebración junto a toda la familia. A mi hogar ese que expresó llamando mi pueblo, a pesar de no ser mío, pero con el sentimientos que pertenezco a ese lugar. La inocencia y la magia de lo insignificante, de esos momentos o pequeños detalles, los charcos en los que salto, los juegos que nos envolvían, las bromas de mis hermanos, los bailes, la esencia de la inocencia y el creer en los leyendas. Un mundo donde la felicidad era constante, pero al volver al colegio el maltrato psicológico y físico aumentaba a cada mirada, a cada ultraje, pues mi cuerpo corpulento me definía como persona, si llevaba gafas, el color de su piel, pero eso era desvanecido ante los ojos de los adultos, y entre juegos también, pero al salir de esos momentos volvía las faltas de respecto. Cada vez que me insultaban terminaba por creer que esas palabras eran la verdad, empecé a verme mal, me empecé a aislar, y en mi interior me decía todo aquello que me decían a mi, poco a poco empecé a vomitar hasta el fin de sentirme bien conmigo mismo, pero mi propio rechazo empezó a brotar y quise herirme lentamente con la cuchillas en las muñecas y así termine por odiarme y dejar de comer. La sensación de ahogo recorría por mi cuello dejándome sin aliento, sin aire, sin respirar...

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